El tour era… no sé cómo explicarlo, era como estar
secuestrada, como no ser dueña de tu voluntad; algo así. Ahora lo veo en foto
en mi blog y me parece bonito, pero durante esos cuatro días soñamos con
recuperar nuestra libertad.
El tour era sorpresa. Es decir, tú contratabas X recorrido,
pero te llevaban donde les venía bien. A nosotras nos daba un poco igual porque
no nos enterábamos mucho, pero había chinos que habían venido desde la otra
punta de China para ver algo en concreto y los llevaban a otro sitio. Entonces,
protestaban y les devolvían unas monedas. Lo que os digo, secuestro. Las listas
y los finolis estaban que echaban humo. No os he presentado. Las listas eran
dos gemelas de la provincia de Fujian. Eran de las pocas educadas, junto a los
finolis. Si no me enteraba de lo que había dicho la guía, las seguíamos, porque
como eran listas, siempre llegábamos a buen puerto.
Los finolis eran de Xian. Y los llamábamos los finolis
porque llevaban ropa limpia y se sentaban a la mesa, y en vez de comportarse como
buitres, eran normales, e incluso le ponían pegas a esto y a aquello.
En el mismo autobús también viajaba Posturitas, una china estándar,
que iba de fina-fina y… dejémoslo aquí. Posturitas ganó su nombre por los
creativos posados que hacía para cada fotografía. Y porque cuando bajó del
autobús el viento se llevó su sombrero, y del sobresalto dio un gritito y tiró
el móvil y no sé qué más que llevaba en la mano.
También estaba Fumanchú y sus amigos. Un tipo, que no quiero
saber de dónde había salido. Aguantó estoico todo el tour sin cambiarse de
ropa. Nuestro primer contacto con él, fue sentarnos a la mesa y decirnos a mi
amiga y a mí: “Tú que tetas más grandes tienes, y tú qué fuerte estás”. Tenía
actitud de ligar y tal. Comía como un cerdo, salpicando y todo; salimos airosas
consiguiendo no tener que volver a sentarnos a la mesa con él. Cuando hacía una
foto, se concentraba un montón sacando mucho culo, como si el esfuerzo físico
ayudara a la calidad de la fotografía en cuestión.
Había una pareja joven educada. Ella llevaba
pamela y se curraba unas poses de modelo en las praderas que ni en el Vogue.
Las más majas con diferencia eran tres abuelas de Shanghái.
Parecían amigas-amigas y se lo pasaban pipa todo el rato. Ponte en el columpio
que te voy a hacer una foto, toma sonrisa bonita, ahora ponte aquí con el árbol.
Eran unas señoras simpáticas, educadas y tolerantes. (No como nosotras) Que me atropellan
con una maleta, sonrío.
Había una pareja de lesbianas mayores. El hombre era la
entendida en plantas, hierbas y matojos. Se lo acercaba a la nariz y le decía a
la otra: “Esto es blablablá”, ala, lo arrancaba y arramplaba con ello para
el autobús. También en los jardines de las ciudades. Esos, que son un seto,
césped y un círculo con flores.
Estos eran los básicos, porque había gente que hacía un día
de tour, y otros que seguían en otra dirección. Entonces, la guía, paraba la
serie sobre Genghis Khan con la que nos taladró non-stop los cuatro días a todo
volumen, para anunciar que “un nuevo amigo sube al autobús”, y todos aplaudían.
O se ponía a cantar con el micro a todo volumen desafinando tela para
amenizarnos el viaje. Daban ganas de levantarse y estrangularla con su foulard.
Por último, pero no menos importante, estaba el niño Atila,
que por donde pasaba no volvía a crecer la hierba y sus incombustibles abuelos.
La abuela era una fiera salvaje. Nos sentamos a la mesa, y un día nos sacaron
un trozo de cordero, un cuarto de cordero para diez. [Nada tiene de particular
si no fuera porque en China no existe la idea de un trozo de carne grande, como
un bistec, todo está hecho siempre trocitos, y siendo honestos, generalmente,
se trata de carne mierdosa con salsas que camuflan su mierdosa calidad. Para conseguir
un simple bistec de ternera de Qingdao –o sea, algo comestible, normal-bien- hay
que ir hasta el Carrefour y no es nada barato] Bueno, pues la abuela vio el
trozo de cordero en la mesa y lanzó un grito de guerra, se levantó de la mesa,
cogió con sus dos manos –que no se había lavado- el trozo de cordero y lo elevó
por los aires. Acto seguido llena de emoción cogió un cuchillo y empezó
enfebrecida a cortar trocitos de carne de un par de centímetros,
cogerlos con su mano y depositarlos directamente en la mano de alguien sentado
a la mesa. La única diferencia es que si hubiéramos sido perros nos lo hubiera
puesto directamente en la boca. Esta vez dejó patidifusos también a los demás,
pero oye, la gente cogía el trocito de carne, no sin asco, y se lo comía. Yo me
negué, y me dijo que era cordero, y que el cordero es algo bueno.
A partir de aquel día empezamos a faltar a la mesa...
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