Intenté entrar por una orilla, por la otra. Parecía muy fácil, pero era engañoso. Al aproximarme al agua los pies se hundían en la tierra. La orilla era una pendiente de barro. Si me hubieran echado una mano, una cuerda, hubiera salido, creo yo. Pero todo apuntaba a que me iba a enterrar en el barro a cada paso, si no al entrar, al salir casi seguro. Pasaba un señor por allí, e hice amago de anunciar que me iba a meter al agua, a ver si caballerosamente decía algo así como: "¡Adelante! Disfruta y no te preocupes. ¡Estoy por aquí para lo que necesites!". Sin embargo, dijo alto y claro: "Yo no me voy a tirar al agua a por tí".
Así fue cómo me quedé sin baño. Para qué engañarnos, no soy una fabulosa nadadora, ni una atlética trepadora de laderas de barro. Tanto me habló Ni de toda la gente que la palma cada año por bañarse en un embalse, que cuando llegué a casa busqué en Google. Y, efectivamente, unos 500 al año sólo en España. ¡Casi nada! El perfil es de inmigrante joven que no sabe nadar. Pero también, algunos buenos nadadores la han palmado. El tema de los embalses es que engañan con sus aguas calmas, pero la realidad es otra bien distinta. La temperatura de la superficie es superior a la temperatura del fondo, por ello se forman unas corrientes internas que, según algunos avezados nadadores que han salvado el pellejo, te arrastran inexplicablemente hacia el fondo. Otros motivos de ahogamiento son: el no poder salir y hundirte en el barro; enredarte en ramas y algas; sobreestimar la capacidad física y ponerte a nadar una distancia muy superior a tus fuerzas; y el más absurdo de todos: tirarse de cabeza desde una roca o un puente sin saber la profundidad.