Thursday, May 28, 2015

Provincia de Sichuan IX: Yading II

Me monto en un autobús, el único que está parado allí. Pregunto a dónde va. Me dicen que a Shangrila. ¡¿A Shangrila?! Shangrila es una ciudad con aeropuerto situada en el norte de Yunnan. No lejos de allí, pero quizá a –por lo menos, si no más- 300 km. Veo en una señal en la carretera: “Shangrila 40 km”. Jopé, cómo flipo. ¿Dónde estoy? ¿No estaba Yading en el sur de Sichuan, pero aún a una distancia considerable de Yunnan? ¿Me sigo llamando yprh o esa era una chica, una señora de la que leí una historia o lo he visto en un vídeo o me lo contó alguien? ¿Soy de España o soy de Irán? ¿En qué idioma estoy pensando? Ríos de sangre. La altitud te deja como si se te hubiera borrado la base de datos. Mucho después me entero de que hay otra ciudad o pueblo no lejos de allí llamada Shangrila. Y Shangrila también es un área indefinida de Yunnan, Sichuan, Tibet, Nepal y no sé que otros lugares. Qué ideas, llamarlo a todo igual, cómo le gusta  a los chinos liarla. Lo sencillo no va nada con el pensamiento chino.
Total, en el bus. Aparecen dos buses más. Todos van a destinos diferentes. No sé cómo se llama mi hostal, ni la dirección, porque me soltaron allá, y fue todo a la carrera literalmente, y me fui sin una tarjeta.  Y hablo una mierda de chino. Estupendo. ¿Qué autobús debo coger? Después de dar un buen espectáculo de extranjera tonta, una china se levanta y dice muy decidida señalándome con el dedo: “¡Yo sé cuál es tu hostal! Te he visto bajar a dejar la maleta”. Mi salvadora. Ella se lo explica al conductor.
Todos sacan salchichas de color rosa fosforito que pelan como si fueran un plátano y comen en frío. Apestan. Pienso que en el hostal debe haber algo a lo que hincarle el diente, qué hambre.
Llego al hostal. Todo el área está en obras. Pero el hostal está lleno de clientes. Cuando subo a la habitación está sucia. Son las cinco de la tarde y aún no han limpiado la habitación.
Voy a ver qué hay de cenar. Paso a la cocina. Me dice el cocinero: “Hay patata, pimiento, un trocito de cerdo y cebolla. ¿Qué quieres?”. No parece muy alentador el panorama. Pues, ¿qué voy a querer cenar? Lo que haya. El arroz tiene mal sabor, tiene un sabor extraño a mal rollo. Qué raro. Subo a la habitación, no hay calefacción, hay un edredón más bien fino y por la noche vamos a estar a varios grados bajo cero. Pido más ropa de cama. Me dan un edredón sucio para ponerlo por encima. Es eso o nada. Finalmente: un secador de pelo, es la ocasión dorada de quitarme la tierra del pelo. No sale agua caliente del grifo. Vaya. Vuelvo a intentarlo con más fe. Ahora ya no sale agua del grifo, ni caliente ni fría. Una araña digna de salir en una página doble, a todo color, del National Geographic sale a escena y me dice: “Esto es una vergüenza. Te han cobrado 220 yuanes y después de un cansado día en la montaña llegas y la habitación está sucia, te dan un edredón sucio, no hay agua… ¿Y qué me dices de esa cena? ¡Ja! Menudo sablazo. Y te están vendiendo esos mini botellines de agua a cinco yuanes. ¿No ves que se están riendo de ti? Mira chavala, si yo fuera tú bajaba y linchaba al dueño de esta pocilga. ¡Hazlo!”. Otra araña de pensamiento radical. Le explico que la violencia no es una opción en el entendimiento entre culturas.

 

Sunday, May 24, 2015

Provincia de Sichuan VIII: Yading I

Finalmente el bus se detuvo y nos dejó en la montaña. Y de ahí, podías hacer miles de kilómetros a pie, hasta llegar a donde la fuerza te alcanzara. Sólo que a las cuatro ya no había autobuses para volver. Aquello tenía una pinta flipante, montañas de verdad, como a mí me gustan.
Un prado que apareció en lo que fue el valle de un glaciar. 
El pico nevado que se ve al fondo (abajo) es el Yangmaiyong, con una altitud de 5.958 metros. De este pico dicen que es la personificación de la sabiduría budista. Bueno, por qué no, claro. En realidad, hay tres montañas sagradas en la zona, con una altitud semejante.
 
Cada región de China tiene su mejor momento para visitarla. Parece ser que el momento para ir a Yading es el otoño, cuando el mismo paisaje está a tope de color. Pero por no ver chinos vale la pena ir en cualquier otro momento que no sea temporada alta. A mí el paisaje lunar ya me entusiasma.
Allí caminaba por un lugar increíble en dirección al Lago de leche. La diferencia entre las montañas chinas y las coreanas o japonesas. Es que, en las últimas, está todo muy bien indicado. En todo momento, sabes dónde estás, hacia dónde vas, cuánto te queda para llegar… En la montaña china, si te encuentras una flecha que diga: Por allí”, date por contento. Había un mapa allá que te va, que decía que el Lago de leche estaba a 4.600 metros de altitud, lo cual no dice mucho si no sabes a qué altitud estás, ni a cuántos kilómetros de distancia. (Ahora sé que no pasé de los 4.200 m, lo cual debe ser muy lejos del objetivo)
Pues eso, camina que te camina, con las zapatillas de ciudad, no había desayunado, no había comido, me había comprado unos frutos secos que sabían a rayos y agua en un chiringuito donde paró el autobús. Estaba con el mal de la altitud otra vez a cuestas, muy corta de aire, y encima, el reglote que me acababa de venir era una tremenda hemorragia. Como si el cuerpo se hubiera vuelto loco con la altitud… Vamos, que iba como un alma en pena por las montañas. Además, ya eran las tres de la tarde, y el último autobús para volver al hostal donde me alojaba -y cuya dirección o nombre desconocía-, salía dentro de una hora. Pero la belleza, no sé si saben el motor que es: yo quería ver ese Lago de leche. Y a sólo 100 metros más de altitud, estaba el Lago cinco colores.
Por el camino me encuentro a un chaval chino vomitando. Voy a ver si necesita ayuda. Dice que es el mal de la altitud. Sonríe porque todo es muy bonito, cómo lo entiendo. Lo dejo atrás. Ni una señal de cuánto falta para el lago. Hace ya casi dos horas que voy caminando, aunque muy, muy despacio.
Veo a un chino que parece regresar de donde yo quiero ir. Un chino de esos que de lejos, por cómo se mueve, ya se sabe que están haciendo todo el día deporte. Un chino de esos equipados hasta los dientes. Le pregunto cuánto queda hasta el lago. Y me dice: “El lago está, pero es que está, a tomar por el saco… Aunque te lo cuente, no te puedes ni imaginar lo lejos que está. Demasiado lejos. Lejísimos”. Bueno, pues ya está, me vuelvo. Me encuentro mal y lo más importante es no  perder el bus para regresar al hostal.
 
Cuando estoy de regreso, los yaks están a escasos metros de mí. Me miran, no saben cómo me miran. Una vez, un tibetano de campo me dijo: “Con los yaks pocas bromas”. No podía pensar en otra cosa. Con esos cuernos, esa cara de pocos amigos, allí, a paso de zombi cruzando sus prados, era un objetivo tan fácil para saciar una repentina ira contra el ser humano.
Finalmente, alcancé un lugar donde otros chinos esperaban un carro que nos acercaba hasta la salida donde estaba el autobús, que eran 6 km más. Estaba medio salvada, sólo quedaba encontrar el hostal.
Los chinos en el carro se ponen a cantar. Los chinos son muy cantarines, les gusta añadir música a la naturaleza y así lo disfrutan más. A mí, la naturaleza me parece que no necesita nada, ya es perfecta. La ciudad sí que necesita música. Pues eso, que no se conocían, y empiezan a cantar canciones folk chinas. Oigan, super bonito, unos coros, unos gorgoritos, parecía que hubieran estado ensayando meses juntos... Un paseo encantador en el carro. Cuando uno acababa de cantar, señalaba a otro, y el otro tenía que cantar otra canción. A cuál mejor. Todos parecían cantantes profesionales a mis oídos. No sé, me sentía más muerta que viva, aturdida por la altitud, la belleza... Cuando de pronto todos dan palmas y dicen: "¡Qué cante! ¡Qué cante la extranjera! ¡Eso! ¡Qué cante la extranjera!". No puede ser. Qué marrón. Si yo no sé cantar. No me sé ninguna canción. No canto ni en la ducha. Ni una sola vez he cantado en el karaoke en China en siete años. "¡Qué cante, qué cante!". Bueno, pues canto la única canción que me sé, así casi sin voz: "El árbol de la montaña, uo, ia, o, el árbol de la montaña uo, ia, o...". Se hace un silencio sepulcral. Todos los chinos se han convertido en estatuas de sal. No se pueden creer lo fea que es mi canción y lo mal que la canto. Querían que cantase, pues ahí tienen su merecido. Muchos segundos después de que haya acabado la canción, aplauden con vehemencia. Y me dicen: "Oye, tú qué valiente eres". "Pues sí que lo soy". Y me piden raudos el wechat, y no me piden un autógrafo porque no tienen un boli a mano... 
"No tengo wechat". Se les ponen las cejas en el cogote: "¿Qué no tienes wechat?". "No". "Pues danos tu whatsapp". "Tampoco tengo". Se miran confundidos. "No tengo smartphone". Se hace un silencio helador, se miran atónitos. Si les hubiera dicho que tengo la lepra, no se hubieran quedado más petrificados. Me dicen: "Bueno, pues danos el Facebook". "Tampoco tengo. Pero tengo un blog". Qué situación tan incómoda para ellos. Compartir el carro con un ser tan extraño. Hacen como que no pasa nada, y cuando llegamos a destino, aligeran el paso deseando no tener que volver a conversar conmigo. Qué bien, me he deshecho de ellos.