Finalmente el bus se detuvo y nos dejó en la montaña. Y de
ahí, podías hacer miles de kilómetros a pie, hasta llegar a donde la fuerza te alcanzara. Sólo que a
las cuatro ya no había autobuses para volver. Aquello tenía una pinta flipante,
montañas de verdad, como a mí me gustan.
Un prado que apareció en lo que fue el valle de un glaciar.
El pico nevado que se ve al fondo (abajo) es el Yangmaiyong, con una
altitud de 5.958 metros. De este pico dicen que es la personificación de la
sabiduría budista. Bueno, por qué no, claro. En realidad, hay tres montañas sagradas en la zona, con una altitud semejante.
Cada región de China tiene su mejor momento para visitarla. Parece ser que el momento para ir a Yading es el otoño, cuando el mismo paisaje está a tope de color. Pero por no ver chinos vale la pena ir en cualquier otro momento que no sea temporada alta. A mí el paisaje lunar ya me entusiasma.
Allí caminaba por un lugar increíble en dirección al Lago de leche. La diferencia entre las
montañas chinas y las coreanas o japonesas. Es que, en las últimas, está todo
muy bien indicado. En todo momento, sabes dónde estás, hacia dónde vas, cuánto
te queda para llegar… En la montaña china, si te encuentras una flecha que
diga: “Por allí”, date por contento. Había un mapa allá que te va, que decía
que el Lago de leche estaba a 4.600
metros de altitud, lo cual no dice mucho si no sabes a qué altitud estás, ni a
cuántos kilómetros de distancia. (Ahora
sé que no pasé de los 4.200 m, lo cual debe ser muy lejos del objetivo)
Pues eso, camina que te camina, con las zapatillas de
ciudad, no había desayunado, no había comido, me había comprado unos frutos
secos que sabían a rayos y agua en un chiringuito donde paró el autobús. Estaba
con el mal de la altitud otra vez a cuestas, muy corta de aire, y encima, el
reglote que me acababa de venir era una tremenda hemorragia. Como si el cuerpo
se hubiera vuelto loco con la altitud… Vamos, que iba como un alma en pena por
las montañas. Además, ya eran las tres de la tarde, y el último autobús para
volver al hostal donde me alojaba -y cuya dirección o nombre desconocía-, salía
dentro de una hora. Pero la belleza, no sé si saben el motor que es: yo quería ver ese Lago de leche. Y a sólo 100 metros más de altitud, estaba el Lago cinco colores.
Por el camino me encuentro a
un chaval chino vomitando. Voy a ver si necesita ayuda. Dice que es el
mal de la altitud. Sonríe porque todo es muy bonito, cómo lo entiendo. Lo dejo atrás. Ni una señal de cuánto falta para el lago. Hace
ya casi dos horas que voy caminando, aunque muy, muy despacio.
Veo a un chino
que parece regresar de donde yo quiero ir. Un chino de esos que de lejos, por cómo se mueve, ya se sabe que están haciendo todo el día deporte. Un chino de esos equipados hasta los
dientes. Le pregunto cuánto queda hasta el lago. Y me dice: “El lago está, pero
es que está, a tomar por el saco… Aunque te lo cuente, no te puedes ni imaginar
lo lejos que está. Demasiado lejos. Lejísimos”. Bueno, pues ya está, me vuelvo.
Me encuentro mal y lo más importante es no perder el bus para regresar al hostal.
Cuando estoy de regreso, los yaks están a escasos metros de
mí. Me miran, no saben cómo me miran. Una vez, un tibetano de campo me
dijo: “Con los yaks pocas bromas”. No podía pensar en otra cosa. Con esos
cuernos, esa cara de pocos amigos, allí, a paso de zombi cruzando sus prados, era un objetivo tan fácil para saciar una repentina ira contra el ser humano.
Finalmente, alcancé un lugar donde otros chinos esperaban un carro que nos acercaba hasta la salida donde estaba el autobús, que eran 6 km más. Estaba medio salvada, sólo quedaba encontrar el hostal.
Los chinos en el carro se ponen a cantar. Los chinos son muy cantarines, les gusta añadir música a la naturaleza y así lo disfrutan más. A mí, la naturaleza me parece que no necesita nada, ya es perfecta. La ciudad sí que necesita música. Pues eso, que no se conocían, y empiezan a cantar canciones folk chinas. Oigan, super bonito, unos coros, unos gorgoritos, parecía que hubieran estado ensayando meses juntos... Un paseo encantador en el carro. Cuando uno acababa de cantar, señalaba a otro, y el otro tenía que cantar otra canción. A cuál mejor. Todos parecían cantantes profesionales a mis oídos. No sé, me sentía más muerta que viva, aturdida por la altitud, la belleza... Cuando de pronto todos dan palmas y dicen: "¡Qué cante! ¡Qué cante la extranjera! ¡Eso! ¡Qué cante la extranjera!". No puede ser. Qué marrón. Si yo no sé cantar. No me sé ninguna canción. No canto ni en la ducha. Ni una sola vez he cantado en el karaoke en China en siete años. "¡Qué cante, qué cante!". Bueno, pues canto la única canción que me sé, así casi sin voz: "El árbol de la montaña, uo, ia, o, el árbol de la montaña uo, ia, o...". Se hace un silencio sepulcral. Todos los chinos se han convertido en estatuas de sal. No se pueden creer lo fea que es mi canción y lo mal que la canto. Querían que cantase, pues ahí tienen su merecido. Muchos segundos después de que haya acabado la canción, aplauden con vehemencia. Y me dicen: "Oye, tú qué valiente eres". "Pues sí que lo soy". Y me piden raudos el wechat, y no me piden un autógrafo porque no tienen un boli a mano...
"No tengo wechat". Se les ponen las cejas en el cogote: "¿Qué no tienes wechat?". "No". "Pues danos tu whatsapp". "Tampoco tengo". Se miran confundidos. "No tengo smartphone". Se hace un silencio helador, se miran atónitos. Si les hubiera dicho que tengo la lepra, no se hubieran quedado más petrificados. Me dicen: "Bueno, pues danos el Facebook". "Tampoco tengo. Pero tengo un blog". Qué situación tan incómoda para ellos. Compartir el carro con un ser tan extraño. Hacen como que no pasa nada, y cuando llegamos a destino, aligeran el paso deseando no tener que volver a conversar conmigo. Qué bien, me he deshecho de ellos.